(Madrid).- El pasado 20 de noviembre de 2019 se cumplieron 30 años de la aprobación de un compromiso histórico para los derechos de los niños y las niñas: la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño, una ley internacional que se ha convertido en el acuerdo de derechos humanos más ampliamente ratificado de la historia y ha contribuido a transformar la vida de niños y niñas de todo el mundo.
Son muchos los avances que se han producido en las últimas décadas para proteger los derechos de la infancia en todo el mundo, sin embargo, aún no se ha logrado que todos los niños y niñas, sin excepción, disfruten de una infancia plena y libre de vulneraciones y son muchos los retos pendientes para garantizar que los derechos de la infancia sean protegidos y respetados.
En general, se podría afirmar que en nuestro país existe una infancia saludable, formada y relativamente protegida, aunque coexisten importantes retos que tenemos que afrontar para que ese bienestar conseguido en términos generales no se vea amenazado por los riesgos con los que tienen que convivir en la sociedad actual: la pobreza, la desigualdad, la discriminación, la violencia, los hábitos de vida no saludables o la falta de protección son una realidad en las vidas de miles de niños y las niñas y generan numerosas vulneraciones de sus derechos que deben resolverse desde los ámbitos social, familiar, educativo, político y/o económico.
En los últimos años, el impacto de la crisis socioeconómica ha configurado un contexto de precarización y desigualdad social creciente. El principal factor que define este contexto es el desempleo, que alcanza a un 14,2 % de la población activa (según datos de la EPA de septiembre de 2019). También cabe destacar que según los datos del informe El Estado de la Pobreza. España 2019 de la Red Europea contra la Pobreza (EAPN) de la que Cruz Roja Española forma parte, que el 26,1% de la población está en riesgo de pobreza y/o exclusión social (AROPE) en 2018 y esa tasa se eleva hasta el 26,8% cuando hablamos de hogares con niños y niñas. Además, los hogares con menores soportan una tasa un 25% de privación material severa más alta que los hogares en los que no viven menores de edad.
En este sentido, ser un menor pobre es muy distinto de no serlo: el 24,8% vive en hogares en los cuales se han producido uno o más retrasos en el pago de la hipoteca o alquiler del hogar; el 21% en hogares que no pueden mantener la vivienda a temperatura adecuada en invierno; el 27,1% vive en hogares que tienen mucha dificultad para llegar a fin de mes y el 21,6% de la población infantil vive en hogares que no pueden permitirse tener un ordenador. Las cifras de estos cinco indicadores quintuplican por lo menos las que se registran entre la población menor que no es pobre.
La pobreza infantil tiene consecuencias importantes en la vida cotidiana de los niños/as y jóvenes, que se prolongan a lo largo del ciclo vital. Las familias que sobreviven con muy bajos ingresos o con períodos en los que carecen de estos se ven sometidas a procesos de deterioro personal y social, frecuentemente a más enfermedades físicas y mentales, así como a procesos de ruptura y desestructuración. Existe suficiente evidencia de que las personas que tienen progenitores con bajo nivel educativo y que crecen en un hogar en riesgo de exclusión social sufren a menudo esta situación en su vida de personas adultas, transmitiendo esta propensión a la generación siguiente.